SS León XIII |
Hoy en día se hace necesario hablar a la vez de formas de gobierno y de sistemas políticos, porque los términos clásicos: monarquía, república, democracia, aristocracia, se combinan en la realidad de las más varias maneras.
No es exacto que las formas de gobierno sean meros continentes en las que quepan toda clase de contenidos políticos. Pero tampoco es cierto que a una determinada forma política le sea consustancial un sistema determinado; v.gr.: a la monarquía, un régimen de autoridad; a la república, un sistema de democracia radical. Ejemplos hay de toda suerte de combinaciones en los regímenes políticos vigentes.
Quizá por eso la terminología papal ha variado, en este capítulo, al compás de los tiempos. León XIII hablaba de formas de gobierno. Pío XII emplea, además, la expresión sistemas políticos. En todo caso, los textos de los Pontífices se refieren a una misma cuestión y la doctrina es perfectamente coherente en todos ellos.
Con poca propiedad se ha calificado la doctrina de la Iglesia como de indiferencia de las formas de gobierno. Más exacto sería llamarla de su licitud. Porque no se defiende que todas las formas de gobierno sean igualmente buenas, sino que todas pueden ser lícitas si cumplen determinadas condiciones. Por ello lo que se predica a los católicos no es que deban cruzarse de brazos, indiferentes ante los varios sistemas políticos, sino que quedan libres en conciencia para preferir el que crean que mejor se acomode a su país en un momento dado.
LICITUD DE TODAS ELLAS
La Iglesia, en efecto, aprueba todas las formas de gobierno, con tal de que queden a salvo la religión y la moral. No estando ligada a una más que a otra, si se salvan los derechos de Dios y los de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones políticas, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas. Todas son moralmente válidas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es decir, al bien común, razón de ser de la autoridad política; siempre que sean aptas por sí mismas para la utilidad de los ciudadanos, asegurando la prosperidad pública. La Iglesia ha dejado siempre a las naciones el cuidado de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses.
La causa de tal inhibición es clara. Si bien el poder es de origen divino, la designación de las formas contingentes que el poder revista pertenece al arbitrio humano. Por esto, sea cual sea en una nación la forma de gobierno, de ningún modo puede tenerse por tan definitiva que haya de permanecer por siempre inmutable, aun cuando ésta hubiera sido la voluntad de quienes los establecieron. En razón de ello, los católicos son libres en cada caso de preferir la que hic et nunc juzguen mejor.
En el ámbito del valor universal de la ley divina hay amplio campo y libertad de movimiento para las más variadas formas de concepciones políticas. Pero esta libertad de elección se refiere al orden especulativo; porque, en la práctica, la elección de un sistema político o de otro vendrá más o menos determinada por un conjunto de causas concomitantes, las cuales hacen de un determinado sistema de gobierno el más apto y conveniente para la manera de ser de un pueblo y el más en armonía con las instituciones de su pasado y con las costumbres de sus mayores.
Diriase que, en su larga y serena experiencia, la Iglesia ha aprendido a no fiar tanto en la perfección técnica de los sistemas políticos como en la formación moral de los gobernantes. En la práctica —escribía León XIII a los franceses en la encíclica en que Ies invitaba al ralliement con la República—, la calidad de las leyes depende más de la calidad moral de los gobernantes que de la forma de gobierno establecida. Y así puede ocurrir —añadía— que en un régimen cuya forma sea, quizás, la más excelente de todas, sea la legislación detestable.
Dos sistemas políticos son objeto de atención preferente por parte del magisterio pontificio: la democracia y el totalitarismo. Se pasa a examinarlos.
LA DEMOCRACIA
La democracia, entendida como gobierno de muchos, en contraposición al gobierno de uno solo, es en sí misma legítima. No hay razón, en efecto, para desaprobar el gobierno de muchos, con tal de que sea justo y atienda a la común utilidad. También es lícita si se entiende por democracia el sistema según el cual los gobernantes son elegidos por la voluntad y el juicio de la multitud. Porque ya queda dicho que la designación de los titulares del poder se deja al arbitrio humano. Es más: principio es de buena doctrina que el pueblo tenga alguna suerte de participación en el gobierno, la cual puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos. El pueblo, en todo caso, tiene derecho a hacer valer su voluntad singularmente por dos medios: expresando públicamente su opinión y usando del voto.
De un modo paladino, León XIII declaró que era lícito preferir para el Estado una forma de gobierno que estuviese moderada por el elemento democrático. Y Pío XII reconoce que, en la hora presente, la forma democrática de gobierno parece a muchos como un postulado natural impuesto por la razón misma. Sería, sin embargo, una injuria a las restantes formas de gobierno afirmar que la democracia es la única que inaugura el reino de la perfecta justicia.
Declarada, pues, la legitimidad, en principio, de los sistemas democráticos, importa distinguir en seguida las distintas formas de democracia, porque no todas son igualmente válidas. Puede hablarse de una democracia sana, que es la moderada, y de una democracia viciosa, que es la radical.
La democracia sana o verdadera exige determinados requisitos. Debe estar investida de una autoridad firme y eficaz. Ha de contar con las clases directoras. Debe respetar la tradición nacional. Necesita capacitar moralmente a los ciudadanos, y en singular a los que ejercen cargos de representación para la vida cívica. Debe contar a la hora del sufragio con la familiar y profesional de los ciudadanos. Tendrá sus raíces en una democracia económica y moral. Estará, en fin, libre de los errores que vician a la democracia radical.
SS Pío XII |
Los falsos dogmas de ésta son los siguientes: la voluntad del pueblo es ley suprema; la autoridad emana de la multitud; el número es fuerza decisiva, y la mayoría o la prevalente voluntad de un partido, creadora exclusiva del derecho. Item más: la nivelación mecánica de los hombres tomados como masa; la artificiosa agrupación de los ciudadanos, según tendencias egoístas; la prepotencia de partidos que defienden intereses parciales antes que el bien de todos.
La democracia radical, a la postre, degenera en tiranía, que acaba con la dignidad humana y con los derechos del hombre como persona. En un Estado democrático, abandonado al arbitrio de la masa, la libertad se transforma en una pretensión tiránica, la igualdad degenera en una mecánica nivelación. Y el ciudadano no es otra cosa que una mera unidad numérica cuya suma total constituye una mayoría o una minoría que puede invertirse por el desplazamiento de algunas voces o quizás de una sola, cambiando con ello ilícitamente la suerte de la justicia o del bien público.
En conclusión, si el porvenir ha de pertenecer a la democracia, una parte esencial en su realización habrá de corresponder a la religión de Cristo y a su Iglesia.
LOS SISTEMAS TOTALITARIOS
En la explotación de la masa se da la mano con la democracia radical el totalitarismo, que maneja con habilidad su tuerza elemental sin el menor respeto a la persona. El Estado totalitario, abusando automáticamente del poder, reduce al hombre a una mera ficha en el juego político, una pieza de sus cálculos económicos. Para él, la ley y el derecho no son más que instrumentos en manos de los círculos dominantes.
El totalitarismo, ya sea comunista o burgués, es incompatible con la doctrina cristiana, y también con una auténtica democracia. Es, por naturaleza, enemigo de la verdadera opinión pública. Constituye un sistema contrario a la dignidad del hombre y opuesto al bien del género humano. Representa, en fin, un continuo peligro de guerra.
El totalitarismo comunista, además, abusa criminalmente del poder público para ponerlo al servicio del terrorismo colectivo. Y, en cuanto forma moderna del imperialismo, hace al hombre siervo de las fuerzas que desencadena para el dominio del mundo.
LA PARTICIPACIÓN DEL PUEBLO
El pueblo tiene derecho a participar de algún modo y en grado mayor o menor en el gobierno. Lo hace, singularmente, manifestando su opinión y haciéndose representar en los cuerpos electivos, mediante el ejercicio del voto. En el Estado moderno, sin embargo, la participación real del simple ciudadano en la vida pública es cada vez más hipotética, aun dentro de los sistemas auténticamente democráticos. Con visión realista, Pío XII lo denuncia con las siguientes palabras: la estructura de la máquina moderna del Estado, el encadenamiento casi inextricable de las relaciones económicas y políticas, no permiten al simple ciudadano intervenir eficazmente en las decisiones públicas. Todo lo más, con su voto libre, puede tener alguna influencia en la dirección general de la política, y aun esto en medida limitada.
Importa singularmente exponer la doctrina acerca del respeto debido a una auténtica opinión pública.
Al refutar, condenándolos, los errores totalitarios, Pío XII desarrolla toda una teoría de lo que debe ser la opinión pública y cuál sea el papel de la prensa al servicio de ésta.
LA OPINIÓN PÚBLICA
Patrimonio de toda sociedad normal formada por hombres conscientes de su conducta personal y moral, la opinión pública es como el eco natural que los acontecimientos de la vida pública provocan en sus espíritus.
La existencia de una auténtica opinión pública es un gran bien para el Estado y una señal de salud colectiva. Allí donde no apareciese manifestación alguna de la opinión pública —piénsese, singularmente, en los países oprimidos por el comunismo— debería verse un vicio, una enfermedad, un mal de la vida social que pone en peligro la paz y la tranquilidad pública.
Ahogar la voz de los ciudadanos, reducirla a un silencio forzado, es, a los ojos de todo cristiano, un atentado contra el derecho natural del hombre, una violación del orden del mundo tal como Dios lo ha establecido. Y es más funesta todavía la situación de los pueblos donde la opinión pública permanece muda, no por haber sido amordazada por una fuerza exterior, sino porque le faltan aquellos presupuestos intrínsecos que deben darse en toda comunidad de hombres.
Cuando se habla de opinión pública, sin embargo, entiéndese que se trata de una manifestación auténtica y espontánea de la voluntad colectiva. Porque se da en los Estados modernos una falsa y engañosa opinión pública que se forja artificiosamente mediante el artilugio de la propaganda. Se da lo mismo en los regímenes democráticos cuando el vocerío de los partidos prepotentes suplanta a la auténtica voz del pueblo, como en los sistemas totalitarios en que la opinión se finge o se contrahace desde el poder.
El crear artificiosamente, por medio del dinero o de una censura arbitraria, vertiendo juicios unilaterales y falsas afirmaciones, una seudo opinión pública que mueve el pensamiento y la voluntad de los electores como cañas agitadas por el viento, nada tiene que ver con ese eco espontáneo despertado en la conciencia de la sociedad que es la opinión pública verdadera, que el gobernante debe siempre escuchar.
La pretendida opinión pública, superficial y artificiosa, que hoy se conoce en muchas partes, está dictada o impuesta por la fuerza de la mentira o del prejuicio, por el artificio del estilo oratorio, los efectos de voz y gesto, la explotación de los sentimientos, todo un conjunto de malas artes que hacen ilusorio el derecho personal al propio juicio. Se trata de una verdadera técnica de elaboración de una fingida opinión pública, acomodada al servicio de una determinada política, con olvido de todo sentido moral y sin respeto a la verdad ni a la conciencia.
PRENSA Y REPRESENTACIÓN
El papel de la prensa es servir a la opinión pública, no dirigirla. ¿Cómo? Educándola y orientándola. A la prensa incumbe, en efecto, un papel decisivo en la educación de la opinión pública, no para dictarla o dirigirla, sino para servirla útilmente. Periódicos y publicaciones tienen la noble tarea de ayudar a esa opinión colectiva a encontrar la senda de la verdad y de la justicia y a mantenerse en ella; deben servir a la justa libertad de pensar con juicio propio.
Más en particular, la prensa católica tiene por misión expresar en fórmulas claras el pensamiento del pueblo, confuso, vacilante y embarazado ante el complicado mecanismo moderno de la legislación positiva. Y debe luchar para que se mantenga y consolide la sana opinión pública, oponiendo un obstáculo infranqueable a los intentos que tratan de minar sus fundamentos.
Los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, esto es, del pueblo. Pero en el sufragio popular deben contar la posición social del ciudadano y su papel en la familia y en la profesión. He aquí un principio de representación orgánica.
Constituidas de este modo las corporaciones públicas, y singularmente los cuerpos legislativos, reunirán en su seno una serie de auténticos representantes de todo el pueblo, imagen verdadera de su vida multiforme, los cuales deben de poseer juicio justo y seguro, sentido recto y práctico, doctrina sana y clara y, en fin, propósitos firmes y rectilíneos.
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