La causa principal de la infelicidad interna es el egoísmo o la egolatría. Quien se da mucha importancia no hace sino revelar su propio y escaso valer. El orgullo constituye un intento para crear la impresión falsa de que somos lo que no somos.
Cuánto más feliz sería la gente si en lugar de exaltar su propio yo hasta el infinito, lo redujera a cero. Encontraría entonces la verdad infinita a través de la más rara de las virtudes: la humildad. La humildad es la verdad acerca de nosotros mismos. Un hombre con dos metros de estatura, pero diciendo: “Solamente tengo un metro sesenta”, no es un hombre humilde. Un escritor no será humilde si dice: “Soy un escritorzuelo”. Estas afirmaciones se hacen esperando una negación y para lograr un elogio. En cambio, será humilde quien diga: “Bueno, el talento que yo pueda tener es un regalo de Dios y por ello he de darle gracias”. Cuanto más elevado es un edificio, mas profundos serán sus cimientos; cuanto más elevada sea la moral a la que aspiramos, mayor será la humildad. Como dijo San Juan Bautista cuando vio a Nuestro Señor: “El debe de ascender y yo descender”. Las flores desaparecen durante el invierno para ver sus raíces. Muertas para el mundo, se ocultan bajo la tierra en humildad, invisibles ante los ojos de los hombres. Pero precisamente porque se humillan ante sí mismas, son exaltadas y glorificadas en la nueva primavera.
Solamente cuando una caja está vacía puede llenarse; solo cuando el yo se desinfla puede Dios derramar sobre él sus bendiciones. Algunos están tan plenos de sí que no pueden dar cabida al amor por el prójimo o al amor de Dios. Velando constantemente por sí mismos, el mundo los rechaza. Pero la humildad nos permite aceptar lo que dan los otros. Usted no podría dar si yo no tomara. Es el que acepta quien hace al donador. Así Dios, antes de que pueda ser donador, tiene que hallar alguien que acepte. Pero si uno no posee la humildad suficiente para recibir de Dios. El no podrá darnos.
Un hombre poseído por el demonio fue llevado a una eremita del desierto. Cuando el santo ordenó al demonio que abandonara el cuerpo, el demonio preguntó: “¿Qué diferencia hay entre las ovejas y las cabras que el Señor pondrá a Su derecha y a Su izquierda el día del juicio?” El santo contestó: “Yo soy una de las cabras”. El diablo dijo entonces: “Tu humildad me hace retirarme”.
Muchos dicen: “He trabajado años para otros y aún para Dios. Y ¿qué beneficios he obtenido? Sigo siendo nada”. La respuesta es: han ganado algo; han obtenido la verdad de su propia pequeñez –y por supuesto, un gran mérito para la vida futura. Un día iban dos hombres en un autobús. Uno dijo: “En este asiento, no hay suficiente espacio para usted”. El otro replicó: “Si nos tenemos caridad, entonces lo habrá”. Pregúntese a un hombre: “¿Es usted un santo? Si contesta afirmativamente, podemos estar seguros de que no lo es.
El hombre humilde se preocupa por sus propios errores y no por los ajenos; ve en su vecino sólo aquello que es bueno y virtuoso. No lleva sus errores sobre su propia espalda, sino por delante. Los defectos del vecino los pone, en cambio, en un saco que se echa a la espalda, para no verlos. El hombre orgulloso, por el contrario, se queja de todos y cree siempre que los demás le faltan o que no es tratado como lo merece.
Desde un punto de vista espiritual el que se enorgullece de sus propia inteligencia, talento o voz y nunca da gracias a Dios por esos dones, es un ladrón; ha tomado de Dios estos dones y nunca le ha reconocido como donador. Las espigas de la cebada que dan el grano más rico son aquellas que caen más abajo. El hombre humilde nunca se desanima, pero el orgulloso cae frecuentemente en la desesperación. El humilde aún tiene a Dios a quien clamar; el hombre orgulloso sólo tiene su propio yo, que se ha desmoronado.
Una de las más bellas oraciones de humildad es la de San Francisco de Asís:
“Señor, hazme instrumento de Tu paz.
Donde hay odio, que haya amor;
Donde hay injuria, perdón;
Donde hay duda, fe;
Donde hay desesperación, esperanza;
Donde hay oscuridad, luz;
Donde hay tristeza, alegría.
¡Oh, Divino Maestro, concédeme que no busque yo tanto ser consolado, como consolar; no ser comprendido, sino comprender; no ser amado, sino amar. Ya que es dando como recibimos, es el perdón que somos perdonados y es muriendo que nacemos a la vida eterna.
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