Para salvarnos, debemos rechazar con valentía el pecado y remover los obstáculos que acumulan a nuestro paso los enemigos de nuestra alma; vivir en la gracia santificante, cumplir los divinos mandamientos y rezar cada día.
Después del pecado original, para conseguir la salvación eterna, tenemos que luchar enérgicamente contra el pecado – que es el enemigo número uno y, en cierto sentido, el único que tenemos enfrente. Tenemos que luchar también contra el mundo, demonio y carne, que no cesan de acumular obstáculos en nuestro camino como amigos y aliados del pecado. Si el mundo, es decir, los hombres que viven sin tener cuenta de la Ley de Dios, el demonio y la carne son tan peligrosos y temibles, es únicamente porque vienen del pecado y conducen a él.
Nunca nos pondremos suficientemente en guardia contra este mortal enemigo de nuestra alma, por que por un solo pecado mortal, podemos perdernos eternamente. Tener un pecado mortal es mil veces peor que tener el SIDA, cáncer y lepra juntos.
Examinemos un poco lo que es el pecado mortal, cual es su malicia, cuáles son los daños que nos hace, qué armas y remedios tenemos para luchar y triunfar de él.
¿Qué es el pecado mortal?
El pecado mortal es una trasgresión voluntaria de la Ley de Dios en materia grave. Es una rebeldía contra Dios.
Dios tiene su Ley. En su infinita sabiduría ha sabido resumirla en los diez mandamientos. La Iglesia, con Divina autoridad ha añadido algunos otros, con el fin de hacernos cumplir con mayor facilidad y perfección los divinos preceptos.
Cuando el hombre, dándose perfecta cuenta de que lo que va hacer está gravemente prohibido por la ley de Dios o de la Iglesia, quiere hacerlo a pesar de todo, comete un pecado mortal que pone completamente de espaldas a Dios y le vincula a las cosas creadas, en las que coloca su último fin renunciando a la salvación eterna.
Para que un pecado sea mortal hay tres condiciones:
1) Advertencia perfecta por parte del entendimiento,
2) Consentimiento perfecto, o plena aceptación por parte de la voluntad.
3) Materia grave prohibida por Dios.
Los efectos inmediatos del pecado son:
1) Aversión a Dios del que se separa voluntariamente al despreciar sus mandamientos, y es lo que constituye lo formal o el alma del pecado;
2) Conversión a las cosas creadas mediante su goce ilícito, que constituye lo material o el cuerpo del pecado.
3) He aquí unos ejemplos de pecado mortal que conducen al infierno. San Pablo nos advierte: “Fornicación y cualquiera impureza o avaricia, ni siquiera se nombre entre vosotros, como conviene a santos, ni torpeza, ni vana palabra, ni bufonerías…Porque tened bien entendido que ningún fornicario, impuro avaro que es lo mismo que idólatra tiene parte en el reino de Cristo y de Dios. Nadie os engañe con vanas palabras, pues por estas cosas descarga la ira de Dios sobre los hijos de la desobediencia. No os hagáis pues copartícipes de ellos” (Efesios 5, 3-7). Lo que dicen o hacen los pecadores no vale nada. NO debemos participar de sus locuras o aprobarlas.
Dios mismo nos advierte hablando de pecado graves: “NO os hagáis ilusiones. Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los maldicientes, in los que viven de rapiña, heredaran el reino de Dios”. (I Corintios. 6,9-11).
La malicia del pecado mortal
Ninguna inteligencia creada o creable podrá jamás darse cuenta perfecta del espantoso desorden que encierra el pecado mortal. Rechazar a Dios a sabiendas y escoger en su lugar a una vilísima criatura en la que se coloca la suprema felicidad y último fin envuelve un desorden tan monstruos e incomprensible, que sólo la locura y atolondramiento del pecador puede alguna manera explicarlo. El ejemplo de la pobre pastorcita de la que el rey se prendo y la desposó consigo, haciendo la reina, y que de pronto abandona el palacio real y se marcha en plan de adulterio con un miserable seductor, no ofrece sino un pálido reflejo de la increíble monstruosidad del pecado.
El mismo Dios, infinitamente bueno y misericordioso, que tiene entrañas de padre para todas su criatura s y que nos ha dicho en la sagrada Escritura (Ezequiel 33,11) , sabemos que por un solo que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, sabemos que por un solo pecado mortal:
a) Convirtió a millones de ángeles en horribles demonios para toda la eternidad.
b) Arrojó a nuestros primeros padres del paraíso terrenal, condenándoles a ellos y a todos sus descendientes al dolor y ala muerte corporal y ala posibilidad de condenarse eternamente aun después de la redención realizada por Cristo.
c) Exigió la muerte en la cruz de su Hijo muy amado, en el cual tiene puestas todas sus complacencias para redimir al hombre culpable (San Mateo 17,5).
d) Mantendrá por toda la eternidad los terribles tormentos del infierno en castigo del pecador obstinado.
e) Todo esto son datos de fe católica: es hereje quien los niegue. ¿Qué otra cosa podrá darnos una idea de la espantosa gravedad del pecado mortal cometido de una manera perfectamente voluntaria y a sabiendas?
Los efectos del Pecado mortal .
No hay catástrofe ni calamidad pública o privada que pueda comparase con la ruina que ocasiona en el alma un solo pecado mortal. Es la única desgracia que merece propiamente el nombre de tal, y es de tal magnitud, que no debería cometerse jamás, aunque con él se pudiera evitar una terrible guerra internacional que amenace destruir a la humanidad entera, o liberar a todas las almas del infierno y del purgatorio.
Sabido es que, según la doctrina católica – que no puede ser mas lógica y razonable para cualquiera que, teniendo fe, tenga además sentido común -, el bien sobrenatural de un solo individuo está por encima y vale infinitamente más que el bien natural de la creación universal entera, ya que pertenece a un orden ínfinitamente superior: el de la gracia y la gloria.
Así como sería una locura que un hombre se entregase a la muerte para salvar la vida a todas las hormigas del mundo – vale más un solo hombre sacrificase su bien eterno, sobrenatural, por salvar el bien temporal y meramente humano de la humanidad entera: no hay proporción alguna entre uno y otro.
El hombre tiene obligación de conservar su vida sobrenatural, de vivir en la gracia a toda costa, aunque se hunda el mundo entero.
He aquí los principales efectos que causa el alma un solo pecado mortal voluntariamente cometido:
1) Pérdida de la gracia santificante que hacía el alma pura, santa e hija adoptiva de Dios heredera de la Vida eterna. Sin la gracia santificante nadie puede salvarse.
2) Pérdida de las virtudes infusas (caridad, prudencia, justicia, fortaleza, templanza) y de los dones del Espíritu Santo, que constituyen un tesoro divino, infinitamente superior a todas las riquezas materiales de la creación entera.
3) Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma, que se convierte en morada y templo de Satanás.
4) Pérdida de todos los méritos adquiridos (mediante las buenas obras) en toda su vida pasada, por larga y santa que fuera.
5) Feísima mancha en el alma, que la deja tenebrosa y horrible a los ojos de Dios. “El pecado, dice San Juan Crisóstomo, deja el alma tan leprosa y manchada que mil fuentes de agua no son capaces de lavarla”.
6) Esclavitud de Satanás. El que está en el pecado mortal es esclavo de Satanás “que es príncipe de los pecadores”, dice San Agustín.
7) Aumento de las malas inclinaciones. El pecador esta debilitado y no puede fácilmente resistir contra el mal, le cuesta mucho trabajo hacer el bien.
8) Remordimiento e inquietud de conciencia, el que está en pecado mortal no tiene tranquilidad y paz en su alma ni en su familia, ni en su trabajo.
9) Reato, es decir merecimiento de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia, es decir, el que está en pecado mortal puede en cualquier momento caer en el infierno para siempre.
Como se ve, el pecado mortal es como un derrumbamiento instantáneo de nuestra vida sobrenatural, un verdadero suicidio del alma a la vida de la gracia Y pensar que tantos y tantos pecadores lo cometen con increíble facilidad y ligereza , no para evitarle al mundo una catástrofe lo que sería ya gran locura-, sino por un instante de placer bestial, por unos miserables pesos que tendrán que dejar en este mundo, por un odio y rencor al que no quiere renunciar y otras mil bagatelas y niñerías por el estilo!
Realmente tenía razón San Alfonso de Liborio cuando decía que el mundo le parecía un inmenso manicomio en el que los pobres pecadores habían perdido por completo el juicio. Y, con razón también, la piadosísima reina Blanca de Castilla le decía a su hijo San Luis, futuro rey de Francia: “Hijo mío, preferiría verte muerto que cometer un solo pecado mortal.” Es impresionante la descripción que hace Santa Teresa del estado en que queda un alma que acaba de cometer un pecado mortal”. (A ella se lo hizo ver Nuestro Señor de una manera milagrosa); “no sería posible a ninguno pecar, aunque se pusiesen a mayores trabajos que se que se pueden pensar por huir de las ocasiones”, (Moradas primeras, c.2)
¿Cómo podemos evitar el pecado mortal?
El que quiere asegurar la salvación eterna de su alma, nada tiene que procurar con tanto empeño como evitar a toda costa la catástrofe del pecado mortal.
Sería gran temeridad e increíble ligereza seguir pecado tranquilamente confiando en realizar más tarde la conversión y vuelta definitiva a Dios. En gran peligro se podría ese pecador de frustrar esa esperaza tan vana e inmoral. La muerte puede sorprenderle en el momento menos pensado, y se expone, además, a que la justicia de Dios determine substraerle, en castigo de tan manifiesto abuso, la gracia eficaz del arrepentimiento, sin la cual le será absolutamente imposible salir de su horrible situación. Si diera cuenta el pecador del espantoso peligro a que se expone, no podría conciliar el sueño una sola noche a menos de haber perdido por completo el juicio.
He aquí, indicados nada más, algunos de los medios más eficaces para salir del pecado mortal y no volver jamás a él:
1) Asistir al santo Sacrificio de la Misa. “por que nos obtiene la gracia del arrepentimiento, nos facilita el perdón de los pecados. ¡Cuantos pecadores, asistiendo a Misa, han recibido allí la gracia del arrepentimiento y la inspiración! de hacer una buena confesión de toda su vida”! (R. Garrigou-Lagrange, el Salvador, ed. Patmos, pág. 463).
2) Confesión y comunión frecuente, con toda la frecuencia que sea menester para conservar y aumentar las fuerzas del alma contra los asaltos de la tentación. Por la salud del cuerpo tomaríamos con gusto todos los remedios y medicinas que el médico nos mandara. L salud del alma vale infinitamente más.
3) Reflexionar todos los días un ratito sobre los grandes intereses de nuestra alma y de nuestra eterna salvación. La lectura diaria meditada de la vida de los santos ayuda mucho. (Hay unos libros fundamentales: S. Francisco de Sales; Introducción a la Vida devota; S. Alfonso de Ligorio, preparación para la muerte; El gran medio de la Oración).
4) Oración de súplica pidiéndole a Dios que nos tenga de de su mano y no permita que nos extraviemos. El Padrenuestro bien rezado y vivido, ayuda mucho.
5) Huida de las ocasiones. El pecador está pedido sin eso. No hay propósito tan firme ni voluntad tan inquebrantable que no sucumba. Con facilidad ante una ocasión seductora. Es preciso renunciar si contemplaciones a los espectáculos inmorales (se comete, además, pecado de escándalo y cooperación al mal, contribuyendo con nuestro dinero a mantenerlos amistades frívolas y mundanas, conversaciones torpes, revistas o fotografías obscenas, películas, Internet, la caja de todos los vicios etc. Imposible mantenerse en pie si no se renuncia a todo eso. La felicidad inenarrable que nos espera eternamente en el cielo bien vale la pena de renunciar a esas cosas que tanto nos seducen ahora, sobre todo teniendo en cuenta que por un goce momentáneo nos llevarían a la eterna ruina.
6) Devoción entrañable a María, nuestra dulcísima Madre, abogada y refugio de pecadores. Lo ideal sería rezarle todos los días el Santo Rosario, que es la primera y más excelente de las devociones marianas y grandísima señal de predestinación para que lo rece devotamente todos los días; pero, al menos, no olvidemos nunca las tres avemarías al levantarnos, acostarnos y a experimentar la tentación, para que nos alcance la victoria.