La magnanimidad supone un alma noble y elevada.
Se la suele conocer con los nombres de “grandeza de alma” o “nobleza de carácter”.
El magnánimo es un espíritu selecto, exquisito, superior.
No es envidioso, ni rival de nadie, ni se siente humillado por el bien de los demás.
Es tranquilo, lento, no se entrega a muchos negocios a la vez, sino a pocos, pero grandes o espléndidos.
Es verdadero, sincero, poco hablador, amigo fiel. No miente nunca, dice lo que siente, sin preocuparse de la opinión de los demás.
Es abierto y franco, no imprudente ni hipócrita.
Objetivo en su amistad, no se obceca para no ver los defectos del amigo.
No se admira demasiado de los hombres, de las cosas o de los acontecimientos.
Sólo admira la virtud, lo noble, lo grande, lo elevado; nada más.
No se acuerda de las injurias recibidas: las olvida fácilmente; no es vengativo.
No se alegra demasiado de los aplausos ni se entristece por los vituperios; ambas cosas son mediocres.
No se queja por las cosas que le faltan ni las mendiga de nadie.
Cultiva el arte y las ciencias, pero sobre todo la virtud.
Es virtud muy rara entre los hombres, puesto que supone el ejercicio de todas las demás virtudes, a las que da como la última mano y complemento.
En realidad, los únicos verdaderamente magnánimos son los santos.
En la imagen; San Luis Rey de Francia el Magnánimo