”El 16 de octubre se reunió la Comisión Confederal de la CGT. Era un martes. Dispuso una huelga general para el día jueves 18.
Pero de esto, la mayoría de los trabajadores ni se enteró. No estaban para esperar un día más. Movidos al unísono, por un maravilloso y poderoso vínculo, se lanzaron a la calle en las primeras horas del día 17, arrasando todo cuanto se ponía a su paso. Piquetes de obreros se apostaron espontáneamente en las entradas de las fábricas y talleres. Invitaban a sus compañeros a no entrar y, en cambio, dirigirse a la Plaza de Mayo. Nada ni nadie lo había dispuesto así de antemano. Fue el resultado puro de la improvisación.
La “huelga espontánea” corrió como un reguero de pólvora. De una fábrica pasaba a otra y de allí a un taller. A veces, los obreros desde la calle vociferaban en las puertas, hasta que salían los pocos que, por confusión, habían entrado a trabajar.
Yo, por mi parte, ese mismo día había sido trasladado al Hospital Militar Central debido a una bronquitis.
Allí tuve la alegría de comunicarme por teléfono con Evita, que me infundió ánimo y me instó a tener fe.
Mientras tanto, miles y miles de hombres y mujeres cruzaban la avenida General Paz, desde las zonas industriales: Matanza, San Martín, Vicente López, etc.
Caminando, en su enorme mayoría, algunos en camiones, otros en vehículos de las propias empresas que habían decomisado.
Además de muchos tranvías que fueron tomados y conducidos a la Plaza por sus propios guardas.
No había jefes ni soldados, todos eran “compañeros”.
Llegó la orden de levantar el puente de Avellaneda. Tarde, ya lo habían pasado el grueso de los trabajadores de la zona sud. Pero igual, desde Gerli, Banfield, Quilmes y Lanús, en botes o en lanchas, y luego a pie, marchaban a la Casa de Gobierno, el “ejército de los trabajadores”.
Sin armas. Uniformados únicamente por sus ropas de trabajo y por sus manos callosas de obreros. Muchos con las herramientas de trabajo en los bolsillos de sus mamelucos. Otros con el almuerzo del mediodía en un paquete de bolsillo.Todos. Eso sí, todos con la irrenunciable decisión de no regresar a sus hogares sin obtener mi libertad. En las ciudades del interior ocurría otro tanto.
Al mediodía, la Plaza de Mayo estaba repleta. Al caer la tarde, ya no cabía un alfiler. Era el basamento social del país que afloraba.
Era el país subyacente que la orgullosa gente de la ” clase dirigente” no conocía. Era el pueblo argentino, fuente de toda soberanía, mando y poder legítimo, sin cuya aprobación nada es válido.
Yo, por mi parte, seguía preso en el Hospital Militar. Mercante, que había sido llamado desesperado por Ávalos, vino a verme y me informó de todo. Lo habían llamado a Casa de Gobierno, pero en el camino consiguió escabullírse por unos minutos. Estaba eufórico.
Su fe era contagiosa y nos llenó a todos de la seguridad en el triunfo.
Otras informaciones nos llegaron informándonos de que el paro en el gran Buenos Aires era total.
Al caer la tarde, Farrell me llamó por teléfono proponiéndome una negociación. Nosotros, que ya estábamos al tanto de todo, decidimos que lo mejor era esperar para tener todos los triunfos en la mano. Mercante ya estaba de regreso de la Casa de
Gobierno y decidió quedarse con nosotros.
Estábamos deliberando cuando se presentó el general Pistarini. Venía de parte del Presidente. Me transmitió, en su nombre, que yo había ganado la partida. Sólo me pidió que fuese considerado con el general Ávalos. Muy bien, yo le garanticé su persona, con la única condición de que desapareciese del panorama de inmediato. Así fue.
Se convino una reunión con Farrell en la residencia presidencial y allí fuimos. Conversamos amigablemente y al cabo de un rato terminó por poner todo en mis manos y decirme que, en adelante, yo decidiera.
Así fue que nos trasladamos todos a la Casa de Gobierno, cuando ya estaba entrada la noche.
Bueno, allí me encontré con un espectáculo grandioso. La Plaza entera vociferaba y pedía mi libertad. Cuando se anunció que iba a hablarles, la ovación duró varios minutos.
Me presenté en el balcón y saludé. Tuve que esperar un largo rato antes de que me permitiesen hablar.
Los tranquilicé y les prometí que en adelante estaría junto a ellos para siempre. Les pedí confianza, trabajo y unión.
Que se cumpliera con el paro dispuesto para el día siguiente, pero en el mayor de los órdenes y festejando el triunfo de todos. Les dejé mi corazón y me despedí de ellos.
Ellos se despidieron de mí, dejando en mi visión el espectáculo más maravilloso a que pueda aspirar un hombre que ha consagrado su vida a la Patria: el amor del pueblo. Después de unos minutos nos retiramos. Me despedí de Farrell y me fui a buscar a mi compañera Eva me esperaba para retirarnos unos días a descansar.
Había terminado el 17 de Octubre. El día más importante de mi vida.
El día en que quedó sellada definitivamente nuestra unión con el pueblo. Una unión que no se quebraría jamás.”
Juan Domingo Perón
en “Así hablaba Perón” de Eugenio Rom.